lunes, 11 de enero de 2010

Cuento: Tras el río.

Tras el río.

Porque en sus ideas, no cabe más actos que pelarle su piel hasta hacerle albóndigas.

La primera vez que se recuperó (ser arrollado por una Volvo y vivir es tan penoso que ni vale la pena vivir) mientras bebía un ron de cinco soles en el puente Dueñas, me confesó que anhelaba mandar a Hans a la universidad Princeton. Tardé media hora en oír sus relatos sobre el horror al fracaso (el mismo en el que él cayó) y que no debía ser repetitivo. Esbocé una sonrisa y me fundí con él hasta que llegó la madrugada.

Súbitamente sentí una punzada de encono hacia él, su verborrea era atroz y pedante, casi esnob e irreal porque evoca un sueño tan profundo en nuestra realidad, pozo de mil metros de altura y querer salir sólo alzando tu mano. Agarré una rama y se la metí en el trasero hasta hacerle sangrar, y aunque no se quejó en el momento, intentaba saber de qué forma reaccionó como para que sangre.

Sí que fue fatal cuando Hans buscaba piedras para jugar con ellas en el río… Ediberto tuvo fiebre durante días, su dolor no sólo le consumía sentimentalmente, sino que se volvió lloroso, cabizbajo y errante. Ni siquiera tuvimos para enterrar en el cementerio, así que le enterramos tras la casa, y él se queda rezando de vez en cuando, llorando estúpidamente. Por mí, mejor. Ya no busca putas donde se revuelca, sino que se apasiona conmigo, lo hace como los leones, pero se vuelve patético al final, ora llora, ora despierta a Orlando y le da ron barato hasta emborracharse con él. Y lo que me da rabia es que mi niño se enloquece luego del tercer vaso ¡A los cuatro años! Sólo espera que duerma, le zarandea y bebe, bebe, bebe…

Que me digan desnaturalizada me llega por la punta del seno, porque lo más odioso de ser negro, estar casado con un negro y que tus padres sean más negros que los neros neros es que tu hijo sea blanco tiza, como el semen, las pastillas y los guantes. Y que una sea el chiste de la semana tiene sus problemas: Llegó la puta, llegó la puta, llegó la puta. Joder.

Cada insulto, cada piedra que raspaba con mi sangre y miradas despectivas se la cobré, y mejor que el hablador se lo trague, por hablador, por imbécil. Y los forenses parlaron más de lo debido: se ahogó ¡Qué novelas! Y si creí que cesarían los reproches, en vez de pasar de puta, ahora soy mala, puta y madre.

Pasó un mes para que se le fuese la estúpida nube de tristeza. Aunque nació así su grandiosa (la segunda) idea: comprar un reproductor musical para oír bodrios, ruidos de la peor calaña ¿Qué es Yawara? ¿Qué es Uchpa? ¿Quién ha oído sobre Aznavour? Y trescientos soles por las puras, para que yo lo rompiese en la cabeza suya, bruta y de alcornoque. Si la hubiese usado para Grupo 5, Wisin y Yandel, grupos tan cultos, lo más útil que hay en el mundo ¡Y SI NO LO CREES JÓDETE!

Claro que no permitió la destrucción de su chatarra sin pelear. A pesar de dejarle tan inútil como siempre fue, agarró su martillito y me golpeó la nuca… Sus ideas siempre se han desbordado por la futilidad ¡Vendió mi licuadora y el único instrumento que valía: un horno! ¿Eso es lo justo? Orlando recibió la orden de no salir de casa mientras oía aquellas extrañas músicas que nada me eran familiares, nada.

Traté de ver el lado positivo a las reacciones fuera de serie, y lo que obtengo de él es que la inteligencia de Orlando crecerá en la medida que aprenda más, y que ello puede facilitarse mediante la música, no cualquiera, sino que implique pensar su significado.

Me rendí.

Pasaron años y años, luego de tener una pila de discos por un lado, rayados y tragados por los hongos, músicas para yoghis, atravesar el francés, el italiano, inglés, kurdo. Jazz, morna, del bambuco hasta el fuji, la trova y el mbalax, la milonga, el vallenato, el sophisti-pop y el j-pop. Descargados gracias al aprendizaje que Orlando tuvo, gran educación que le llevó hasta la inanición— los vecinos rara vez se preocupan por otros, pero sí que se esmeraron. Ediberto le presionó hasta el llanto para obtener la beca, una promesa envidiable si consideramos que también nos exoneraban de pagar los útiles, la ropa y la matrícula. Cuando había excursiones, vendía paletas desde mañana hasta tarde, en la noche repasaba los cursos y dormía en la madrugada.

Cuando estuvo en tercer grado, le pidieron como tarea fotografiar su entorno. De por sí era un problema mostrar el basurero en el que uno vive. Pero Ediberto era entusiasta y le decía que si se burlaban no debería importarle, que se prestaría una cámara. Mientras tanto, debía pensar que fotografiar. Yo sé que los niños no son expertos fotografiando, pero sus compañeros aprenderán o recibirán ayuda de sus amigos o familiares, y tienen demasiado que mostrar. Le dije que era tan absurdo como pescar camarones en el Rímac, pero siguió oyendo la música que, poco a poco, ingresó al portal de mis gustos, aunque no debo admitirlo, no, no y no.

Llegó el bendito día, tras el hallazgo del amigo de Ediberto, quien fue un fotógrafo de Caretas y algunas recomendaciones para fotografiar, deudas que debía pagar en rollos Kodak y Fuji, diferentes osos, isos, asa, aso… Los padres estaban invitados a ver las fotografías que fueron fotografiadas por su hijo y que sólo una fue elegida. Una colección de veintidós fotografías, a color o en blanco y negro. Con marcos que protegían parcialmente la pared, y cada cuadro con el nombre del dueño.

Sea quien las haya elegido, casi hicieron burla en comparación a las de mi hijo: piletas con estatuas, objetos móviles dignos de un dignatario, juegos de luces que sólo un experto conoce y lo aplica a la corrección, aunque había otros que daban risa, pero inclusive la de mi hijo dejaba mucho que desear: la tumba de Hans orinada por un cachorro. La tabla estaba tallada lo suficiente para que se sepa quien yacía a pocos metros. Cada niño debía explicar el significado de la fotografía y cual es la relación con su entorno.

Algunos niños quedaron boquiabiertos porque no tenían mucho que explicar, otros sabían (o al menos cada uno lo memorizaban) que parlar, mientras que Orlando usó poco tiempo para explicar lo que fue motivo de sonrisas por parte de personas (muchos compañeros, algunas madres) que podían tumbar su explicación.

— No teníamos donde enterrar a mi hermano, por eso duerme en el patio.

Dormir es tan subjetivo para Orlando que dos mujeres gastaron sus afónicas voces en risas que daban lástima, y esa era la intención. Pero el profesor evaluó la explicación y el impacto, mi hijo ganó en ambos.

La exposición— según Ediberto —fue útil porque animó en extremo a Orlando para que siguiese estudiando. Ya, será bueno en tomar la imagen, e inclusive sólo fue suerte. O ¿Será que debo animarle? ¿Actúo mal en decirle que su trabajo es bueno? ¿Tal vez debo dejar sublimar mi violencia mediante la tolerancia? Niño patético.

En la madrugada, la voz de Ediberto me llega como una estación radial que uno evita porque le avergüenza: Sale solo, a veces ni puedo recogerle, y llora cuando no estamos, en el camino, lejos del populacho rubicundo, adinerados, con complejo de inferioridad de ambos tipos, vanidosos, lloricas. Si me sigo lamentando me iré a la porra.

Y es que llega con los ojos inflamados, cocino lo que puedo (ya quisiera hacer una sopa de pollo) y le digo que tiene que limpiar su cuarto. Lo único que hace es encender su máquina y hace la tarea mientras oye cosas absurdas, absurdas hacia el final, porque lo son así, nadie lo entiende, no merece ser entendido ¿Por qué? Porque así es.

O cuando me cabreo, termino agarrando un palo y desconectando la máquina estúpida, las novelas son mil veces mejores… Pero llega mi esposo y me recontrasuelea por actuar como debe ser, mima al niño excesivamente. Cuando era niña, siempre alzaban un Sanmartín al menor indicio de rebeldía, y él ¿Por qué tiene esa prioridad de cristal? Se hará maricón de no castigarle, aunque ya esté en segundo de secundaria, use discos minúsculos que me obliga a ocultarlos, no haya traído compañeros a su casa, cada vez que le miro sale corriendo, más cuando le llamo. Bastardo.

Siguió esforzándose para alcanzar el primer puesto, pero ya era insostenible —según el director— que siguiese con la beca a pesar de los múltiples esfuerzos que hace mi niño para estar en el primer puesto, que las conferencias a las que asiste son costosas, y que a menos que lleguemos a un acuerdo amistoso (sí, claro) tendrá que se retirado.

Ediberto pudo conseguir un mejor trabajo, pero no bastaría. Terminó el segundo año y mi hijo aún sonreía pensando en las visitas que le ofrecieron hacia La Molina, con su cámara regalada gracias al Domínguez que tenía su nocon, rocón, picón, nicón, no recuerdo la marca de la cámara, según él, fue usado para un mozo en Salvador ¿Quién querrá fotografiar a un mozo allí? Un puto regalo que sólo distrae a mi hijo, espero que sea su ruina.

Y dos días después hablé con Orlando, mirada fría, silencioso, estatua griega, mármol, no renegó y se encerró en su cuarto con la máquina dentro, oyendo bricfast in América (así me dice que se llama) mientras llevaba un sobrecito plomizo y una taza férrea. Se ausentó en el almuerzo y la cena, tan concentrado en ¿Tareas? Pero si me comentó que ya las había terminado, y cuando pensé en entrar allí, Ediberto llegó con una sonrisa desencajada y el mundo entre sus manos, o así él me decía que salvó a un congresista de ser asesinado mientras pasaba por la calle, que le agradeció infinitamente y que si necesitase algo, que no dudase en pedirlo. No, seguro que es una estafa, la más grande, porque los congresistas tienen cuatro patas, bigotes y piel negra. Y Ediberto cree que le dio su número telefónico, pobre, apostaría mi cuerpo (y no sería la primera vez) a que es un número inexistente. Entró al cuarto Ediberto y se volvió tiza, como su blanco trazo en la pizarra, espumas de rabia entre las fauces humanas y los ojos desenfocados, pero aún con respiración.

Estuvo agazapado a un largo trance, entre la conciencia y la muerte, sin ser coma o un burdo vegetal, mi mujer no tiene las luces para saber como uno debe hablar con él, que si fuese más atenta sabría que desde el segundo año él siempre ha dicho que quería estar con Hans, que cuando se acuerda no hace la tarea para seguir llorando. Sigue repitiendo que morirá como un tronco añejo, así como le alejaron del colegio, su fiebre llega a cuarenta y tres y se mueve alocadamente, un mambo de la muerte. Diciéndole que se quedará allí apenas puedo bajar la fiebre y parar el baile, pero sus dientes quiebran el punto de paz y se siguen atacando. A veces llega a cuarenta y uno con Carusso, el hospital tuvo que dejarle cuando le limpiaron el estómago, porque no sufría este mal hasta ese momento, aunque tampoco despertaba. E intenté llevarle, pero sin seguro y desplumado por gastar los últimos ahorros de mi hijo y los míos (mi esposa quiso dar nada) me forcé a llamar al congresista ¿Y sabe ella por qué estoy furioso? Porque tenía razón, que aquel hombre era un estafador, un mentiroso por el cual yo me arriesgué, y por si no fuera poco, intenté comunicarme en ese lugar, y cuando me vio, soltó una risa y se volteó.

Luego de dos días, Orlando despertó. Caminó hacia la ribera e intentó resbalarse de espalda como un profesional, pero si las rocas te esperan ¿Qué es lo que uno puede esperar? Vi sus huellas (esos pies pequeños son inconfundibles si llueve) y casi pierdo su vida. Estaba más enfermo, débil y huesudo, titiritaba y tarareaba To Be Over.

— Nunca más volveré allí, estoy ahora solo.
— No lo estás.
— No sin Hans.
— Veré que puedo hacer para ganar más dinero.
— No, porque tendrías que robar, o ser un narcotraficante, y yo prefiero ahorrarte un peso más.

Deliraba, eso es. Le levanté mientras algunas gotas me golpeaban y le llevé a casa. Dormí con él para hacerle sentir que le amaba, que a pesar de cualquier falla en la vida nuestra no hay motivos para sufrir por la eternidad, que no está solo. Su fiebre bajó con fuerza y ahora estaba muy frío, aunque mi cuerpo también fuese una gran fuente de calor. Pensé que estaba muerto, que ya le llegó la hora, agarré su manita de cristal y la froté contra mi pecho, él sólo me acarició débilmente, y dormimos.

Estuvo mucho mejor al día siguiente, aunque desganado y flacucho. Aún me quedaba diez soles para el mes, y aún me faltaban dos semanas para el pago. Salimos a Lima caminando en busca de dinero, ya que era necesario. Pero ¿Cómo? Si mi hijo prohibió (y me siento orgulloso que lo haya dicho) cualquier acto ilegal para obtenerlo, creo que estaría matándole de no hacerle caso. Acabamos ganando dinero de un hombre que hacía apuestas con las cartas (Orlando me explicó el truco para hacerlo porque también era una trampa), pero no bastaba, ni con el ajedrecista (al que Orlando vapuleó con dos mate pastores) ni con las máquinas de juguete con la que podías sacar billetes con suerte (él usó cálculos para saber el ángulo adecuado) y obtuvimos cincuenta y siete soles con treinta céntimos. Estuve a punto de gastar parte del dinero en un pollo, pero Orlando insistió que debíamos ahorrar lo más que pudiésemos, que así no tendríamos ni para una cinta de dos soles.

Podría hablarle cariñosamente, un beso de adiós con aroma a vendré, añadido a los planes para trabajar. Salíamos cuando no tenía trabajo para llenar mis bolsillos de monedas en el suelo, sacar los billetes que estuviesen en las máquinas hasta desfalcarlas y tomar algunas fotografías (en eso, Orlando sí cede) cuando la ocasión es propicia.

Tras días y días en mi casa, a veces creo oír un susurro que mi mente descifra. Idea mutante y llena de irrealidad que me da fuerza para seguir viviendo, la cuerda de la discordia mental, eso que me hace sicótico al entender que mi hermano parlamente conmigo cuando voy al patio. Cuando mi papá trabaja, reciclo la basura y limpio mi barrio para vender papel por kilos, a sol, el cobre a seis soles con suerte, los desechos orgánicos los puedo enterrar para que se pudran y alimenten a la tierra. Eso me enseñó Gibham Poostrock, mi maestro de ecología. Y si lo hago tras mi casa, él está y me saluda, le saludo y hablamos hasta que llego a olvidar mi trabajo.

No puedo hablar con Martí Schiaffino sobre la comunicación entre vivos y muertos, no me lo creería. Menos con Israel Diez Canseco, me haría ver como un chamán, otro mote ya no sería justo. Si con Alberti Romagna soy el bufón del colegio, la mascota del salón, o para ser más exacto, un arribista que no llegaría a la cima a menos que se encame con un Nono. A pesar de morir como bebé también ha crecido, y eso es cómico (¿O era cósmico?) dentro del entendimiento tridimensional. A veces toca mi mano y duermo sin soñar, me relajo bastante, pierdo la sensación de tristeza, y al despertarme siento ganas de trabajar hasta lograr mi función.

Me gustaría poder jugar con los demás, pero me insultan porque soy un alienado, traidor a la tradición del fracaso, que soy un marica por perder tiempo oyendo cosas que se hunden en la inutilidad, la fruslería por excelencia. Ignoro sus palabras, pero a pesar de ello me siento un dalit, y si Hans no aparece, si mi papá llega tarde, y si mi mamá corta las conexiones de luz clandestinas, no me queda otra que respirar profundamente y ver cuanto resisto sin llorar.

Cuando Martí me ofreció venir a su casa una vez, pensé que sería fácil ir y ya está. Pero no, desde que mi mamá declaró que no volvería allí a menos que tuviese dinero o me renovasen la beca. La vida mía estaba encaminada hacia una ruta, la que no debo salir porque mi fracaso sería tremendo, si sé como se comportan mis coetáneos en colegios nacionales, sabiendo ello no debo meterme en un pozo. No me acostumbraría, no lo haría. Y aunque quiero ir allí, debo saber como obtener dinero (muchísimo) legalmente.
Agarré el papel que mi padre recibió de un fulano congresista, quien le estafó al decirle que le ayudaría, aunque terminó por rechazarle. Agarré un teléfono y coloqué monedas hasta asegurarme que bastaría hasta para las peores circunstancias. Me contestó él, le dijo quien era, palabritas extrañas, todas ellas fuera de la realidad, desenfocada porque destroza una realidad mostrada por mi papá. Venezuela, esquina de Plaza Vea. 14:00

Enjuto y de crema láctea color de piel, cabello negro y ojos marrones con un sombrero fungiforme entre las manos, sombrero negro como su traje, lentes transparentes y de cabello recortado finamente. Su pecho estaba decorado por unas sesenta bolitas marrones que le colgaban en el cuello y una cruz tallada burdamente. Podría (me atrevo a ello) declarar que ha pasado algo con él.

— ¿Eres hijo de aquel hombre?
— Mi papá es Ediberto.
— Gracias a Dios que te hallé, creí que te perdería.
— No, llegué temprano, y veo que ha sido puntual.
— Vivir en Europa puede tener esos beneficios, pero he perdido mucho allí.
— Yo perdí a mi hermano.
— Yo… Creo que sería una charla un poco insípida para ti ¿Quieres beber jugo?
— ¿De verdad?
— Yo invito, pero creo que mejor nos vamos a otro lugar, aquí me pueden echar barro.
— El que la debe, la teme.
— Pero me consideran igual que mis compañeros, no soy precisamente la mejor imagen para el país si es que uno representa a todos.
— No, yo me quedo aquí.
— Como quieras.

Fuimos a la avenida Uruguay mientras vimos algunos edificios residenciales, no sin antes recordar los desechos del héroe desbarrancado con su bandera (la nuestra) para evitar que el enemigo la quemase en batalla. Bebimos un jugo de fresa con leche y me elogiaba (él se auto elogiaba también) por mi capacidad de agazaparme a una beca que prometía vencerse si seguía así, además de aprovechar mi posición para asistir a esas conferencias magistrales, reservadas sólo para hijos sin becas, pero con gran esfuerzo. Claro, como regidor.

— ¿Me pides que pague tus estudios?
— Bueno, sí. Mi papá me contó que él le salvó por ajustes de cuentas mientras pasaba por allí. Y le dio su número, pero nunca contestó, supongo que estaba muy ocupado.
— No, en realidad le evitaba.
— ¿Por qué?
— Era un sinvergüenza, y lo sigo siendo. No quería confrontar mi promesa porque era egoísta, sólo jugué con él por placer. Hasta que mataron a mi familia… No, no necesito que lamentes su muerte, ni les conoces. Al final mis oponentes vencieron mediante un golpe tremendamente bajo.
— No llore.
— Y me doy cuenta que si hubiese hecho bien, tal vez eso habría cambiado muchas cosas, mi familia es sensible a cualquier cambio, se adaptan, o se adaptaban. Pero al parecer supieron o supusieron sus movimientos y les cayó mi coche en una explosión, supongo que lo habrás leído y te habrás reído.
— No leo diarios, los odio. Y tampoco le odio.
— Gracias, y sabrás que es un seguro de vida, el mío protege a mis familias por si algo les pasase, si no me desembolsan dinero a mi favor. Y yo no necesito más dinero, me es inútil.
— ¿Entonces pagará mis estudios?
— No te apresures, no quiero eso. O tal vez sí, pero me siento solo, mi única hija está enterrada y no tengo más corazón para las mujeres. Si vives en mi casa, con tus padres trabajando allí también, no me molestaría en lo más mínimo.
— ¿No bromea?
— La última broma me costó dos vidas, las más preciadas, no quiero hacer más.
— ¿Y cuándo le puedo encontrar?
— ¿Te parecerá disparatado si voy a tu casa hoy?
— Para nada.
— Vayamos entonces ¿Qué carro tomamos?
— Oh, lo que pasa es que no sé que carro tomar.
— ¿Cómo es eso?
— Yo busqué un mapa hacia la dirección que me dio, calculé y caminé desde allí.
— ¿Y qué avenidas cruzas para llegar a tu casa?
— Morales Duarez, creo.

Gracias a un taxi (el cual yo era el guía) pudimos llegar hacia la casa en veinte minutos. Hablamos de mi aprendizaje en el colegio, lo poco que parlé fue sobre música, aquello de lo que me enamoré y que me trae loco. Hablamos de Supertramp y me confesó que estuvo en el concierto de Hodgson, pero que inventó una excusa para ir con su hija. Llegamos a Yes, que sufría una ligera decadencia en comparación con sus obras más brillantes, a pesar del levantamiento que tuvo tras fracasos comerciales y cualitativos. Con doce soles, salimos del carro y entré a casa, mi mamá me esperaba con una olla entre las manos y una sartén a punto de estrellar contra mi cabeza, hasta que vio al congresista y suprimió algunos sentimientos de furia.

Edificada sobre novecientos metros de jardín y quinientos metros de casa, un lar con diversos diseños se alzaba entre algunos árboles frutales, maracuyá como enredadera cuyas flores blancas con moradas posaban para mi cámara. Paredes con tallados rocosos en la fachada y pintura blanca en el interior. Escaleras con aspecto poco usual, aberturas en las paredes que tragaban la luz hasta desaparecer las sombras mediante focos que apenas iluminaban, pero que permitía una lectura eficaz, aún en la noche. Pekineses que te mordían los pies porque creían que esos eran sus rivales, un chasquido en el aire y se calmaban, no tanto como Ángel, el buldog, quien desconfiaba de cualquier persona que no haya conocido durante un año, luego la embiste para dar lengüetazos en la cara y limpiarla con cierta eficacia. Cuando se perpetró el ataque, tres empleados renunciaron por la fama del congresista: revanchista, furibundo y cascarrabias. Pero él era otro, o al menos con sus estampitas las demostraba. Mi mamá se dedicó a ordenar la casa, lavar la ropa y arreglarla, pero sobre todo, cocinar. Nunca tuvo tantos instrumentos a su disposición, y luego de un curso rápido, además de salidas matutinas y nocturnas al Rincón Chami de vez en cuando, pudo cocinar decentemente. Mi papá era el hombre de seguridad, escudriñaba cualquier aspecto poco usual en las calles que pueden convertirse en una emboscada, o también era su conductor (con cursos intensivos para obtener la A1 en el menor tiempo posible) si hacía travesías largas. A veces el congresista llegaba temprano, y mi madre tenía su plato calentito y con aromas magnéticos y de ensueños, como nunca. Y con su salario se embellecía, arrancándose poco a poco una mascarada de crueldad que era tapizada por una ruta, en esas travesías que nos esperan de todo.

Llegó las últimas temporadas de verano, ya era hora de visitar a Schiaffino, quien quiso que fuese a su casa lo más pronto posible. Le llamé y declaré que iría pronto. No, él no creería todo lo que he pasado para estar do estoy, no lo creería. A pesar de mi llamada, la contestadota repitió Lo sentimos, pero hemos viajado a Asia para tener vacaciones, si quiere saber como nos fue, puede esperar al 28 de febrero… Con cada comida, la belleza materna se hacía ajena a mi padre, quien estaba absorto en su trabajo, aunque tampoco perdía el tiempo sólo durmiendo, sino que se dedicaba a mí jugando el poco tiempo que me quedaba antes de ir a estudiar. Me besó la mejilla y salió del cuarto para esperar a mi madre. Pero… A pesar de sentirme extasiado con esa opulencia, sentía que había usurpado un lugar que no me competía. Y mi madre me lo hacía saber cada vez que iba al baño en el pasillo. Eso cuando ya había llegado a Mayo de mi cuarto año, llegué tarde y mi papá ya estaba dormido, había usado la puerta falsa y evadí la cocina porque no tenía hambre. Caminé entre los pasillos con apagadas luces, cuya luz era tragada por los agujeros. Mis ampollas me ardían, maldije en silencio y subí lentamente mientras el sudor caía con lentitud. Mis temblorosas manos sólo querían (para qué ocultarlo) que me relaje como yo quería lo más rápido. Tenía suerte de haber hecho la tarea en mi ordenador portátil o tendría problemas para mañana, sólo debía imprimirlo y… Pero el viento sopló en mi contra, porque una conjunción de voces fonéticamente irregulares llegó a mi cerebro. Y sin más que añadir mi mamá dominaba el cuerpo, ajena del viudo. Unos besos en el campo de Venus y la lengua dentro de los labios inferiores de mi madre me bastaron para asquearme y alejarme con cuidado, interpretando el significado del envoltorio naranja que mi madre siempre echa a la bebida de mi padre en la cocina.

Ahora tenía un relato que contar para el concurso de literatura, con crudeza me vengaría de aquel seudo arrepentido de su burla al estado, al congreso y a los demás. Pero la ira no debe ser respondida así. Porque me acuerdo que mi mamá siempre la pasaba mal cuando me pegaba, minutos después se hería con el cuchillo pésimamente afilado. Y mi hermano estaba parado sobre una casa a la que nunca supe que pasó. Todo (menos mis discos) fue dejado allí, y aún actué alejándome de mi realidad, de mi esencia como un trotamundos. Dormí mientras usaba a mi mente para distorsiones más crueles de la realidad: Montado detrás de mi padre, yo fornicando con mi madre con furia mientras chupo algún pezón suyo, obligando a mi patrocinador a que lamiese con cuidado y sin usar sus dientes mis testículos, luego desnudándole brutalmente y sodomizarle como mujer, atravesando el hybrus mientras ignoraba las responsabilidades que me mandaría como alma condenada a la nada. Casi frisando con el placer homosexual que me unió fugazmente con el (según las chicas de mi salón) joven más hermoso del colegio, Martí, cuando tuvimos una obra teatral. Un burdo experimento sexual con dolor recíproco, pero no por ello carente de placer, o tal vez mi degradación (conjunta) tiene en mi perversidad mutua unas gotas de belleza sórdida con la redacción de Genet. Al amanecer, estaba frío y desvestido. Solitario y embobado por remembranzas amargas y de prostitutas, hice planes: Volver a mi casa y hablar con Hans, así él me puede liberar de penas. A la misma ribera do cerca estaban las aguas descendían en otoño, con cinco soles me bastó para llegar, tarareaba La canción lógica cuando llegué a una casa en tremenda decadencia, muy parecida a la de mi vecino, pero que al lado un desmonte estaba ocupando el lugar que no le correspondió. Oí un chillido que despertó mi mente y vi como corría un ser torpemente, dobló la esquina, por donde sólo esperaba la muerte quien iba muy rápido y sin considerar algún camino en descenso. Le seguí mientras instintivamente supe quien era.

— Déjame dormir —grité enfurecidamente, pero también con alegría, Hans creció lo suficiente como para tocar mi pecho y apretar su mano hasta que caí rodando mientras emitía una sonrisa con inocencia extrema.

Ya no había manera de retenernos en casa, aunque extrañaré su baile de San Vito o su técnica de epilepsia en la cama, mientras tolero los llantos de Ediberto cuando agarra una prenda sudorosa de Orlando y husmea en ella hasta resollar… Con algunos billetes en su mano, regresamos a casa y sacamos la mierda que ocupaba mi casal. Es inteligente al ahorrar dinero, y también pudimos hallar la cruz que se talló en honor a Hans, tuvimos que alargarla con el nombre de Orlando mientras Isidoro paseaba por allí, donde murió Hans. Para llegar al estero del río no era necesario elucubrar si era en la mejor temporada, y si ibas donde debías, te iría mejor si te ibas hacia la izquierda, donde siempre descansaba con Ediberto cuando hablábamos y nos contábamos preocupaciones. Isidoro estuvo a punto de caer, pero luego recobró el equilibrio y siguió su rumbo, le repartí nalgadas y lloró, pero prefiero esto a que muera como los dos hijos de Ediberto. Pero Isidoro señala en el patio un vacío extraño, un estorbo que le llama la atención. Si recuerdo el rostro frío de Hans (calmado para ser preciso) como el de Orlando, resalta más que nunca, a pesar de su piel negrusca y el cabello ondulado, los ojos marrones y los hombros huesudos y sucios por el polvo. Pero sin el adulto Isidoro, Isidoro no será el mismo, aunque mejor que ni se aparezca. Por esa idea de ser superior, las otras ideas nacieron, porque es un burdo y puto tronco con ramas múltiples.

— ¿Estás bien? —preguntaron los hermanos.
— Creo que sí —respondió Isidoro mientras se acariciaba la nalga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario