lunes, 11 de enero de 2010

Cuento: Pillfreak.

Pillfreak.

Thompson sacó la penúltima píldora de su bolsillo y caminó durante tres minutos hacia Sorrow Street. Durante ocho minutos más esperó por el bus de Kräutressive Station, sacó otra píldora y rememoró súbitas imágenes difusas. Las metió dentro de su baúl maniacodepresivo y subió las gradas una y otra vez. Pagó su pasaje y bruscamente ocupó un asiento.

– Criminal, criminal, Hideputa criminal.
– Bah.
– Criminal, criminal.

Al llegar a Baux Street, entró a la farmacia y pidió su Synchro mediante la receta. La farmacóloga le miró avergonzada y entregó el producto. Borró al Criminal, criminal y pagó su coste. Luego de cruzar Rice Avenue y Duce Downtown, tras la línea negra que le llevó hacia Vovodoo Park y Lismark Street, entró a una casa de luces verdes fantasmagóricas, cuya oscuridad velaba rostros infantiles y mutilados por una agresión que va más allá de las palabras. Oyó a Patterson, quien le sonrió al verle.

– Nuevas adquisiciones. Dos mangas, tres monas y dos…
– ¿Tienes algo nuevo?
– Ya te lo dije, mangas, monas y…
– Un nuevo sabor.
– Nones, ve al otro barrio. Duncan Avenue. Pero te costará más, los azules jamás cobran barato.
– Mejor no, esperaré hasta mañana por ello. Una mona.
– Nueve años. Nunca la verás ni en el día por negra.

Entró hacia un gran cuarto, pobremente decorado en cuanto a luz y adornos que hubiesen dado un efecto más macabro. Patterson le llevó hacia la cama más lejana y miró a la niña. Sus ojos se desenfocaron del susto y mataron la poquísima esperanza de no ser molestada en su sueño, autocompasión sin fin y cuchilladas sin hojas férreas…

– Las piernas, ahora.

Patterson rió. La niña intentó huir mientras otras coetáneas también sufrían lo que tarde o temprano sufrió. Una cuerda bien atada le impidió moverse más allá de lo permitido. Patterson sacó una vara y le fustigó cuatro veces en las piernas, abrazó las patas de la cama y lloró.

– Así son todas.

Luego de salir del antro, compró más pastillas tipo Radical. Las guardó y regresó a casa. Redactó varios panfletos acerca de los poemas, la teoría de la vida cual peonza, la metáfora de las esquinas, el fin de los esquimales, un dato no real, pero lejos de lo irreal, acerca de los militares que enseñan un signo y ascienden sobre las notas y el esfuerzo de sus compañeros lejos de ese mundo. Las masticó dentro de su cama y durmió luego de diez minutos.

Al despertarse, su resaca comenzaba a crear estragos en su cuerpo: irritación extrema, pérdida de la coloración normal, desplome de los cabellos, ojos acromáticos y, en última instancia, desaparición de las huellas digitales. Revisó el calendario y supo que había dormido una semana y estaba tan deshidratado que su piel estaba arrugadísima y la cuenca de sus ojos imitaba a los puquios, los mismos que le dieron vida en Toval, su pueblo. Tragó dos litros y medio de agua mineralizada, acabó con las poblaciones de alimentos en su refrigeradora y suspiró.

– Sin el puto gobierno, sería más mierda.

Sacó su tarjeta, tomó lo que le quedaba de dinero y fue a sacar dinero del banco. Cobró todo el dinero y gastó parcialmente en comida, pastillas y pagó sus deudas. Le molestaba lo barato del internet y el teléfono, que realmente no era tan necesario como la comida, que cada día inflaba su precio hasta los límites poco sospechados. Entró a un cuchitril en Wall Avenue y se masturbó, sin éxito. Un joven mendigo le imitó y se rió en su cara al lograrlo. Sacó su pistola (con un silenciador y cubierto con una bolsa de plástico) y le disparó a quemarropa, como en los viejos tiempos.

Llegó hacia Duncan Avenue mediante el metro, buscó a Lolo, un sureño (más allá de Texas, lejísimos del Caribe y más allá del canal de Panamá, antes de la Tierra Madre de Fuego y sobre Chile) con la mirada pícara y los ojos como zafiros recién pulidos. Le recibió y pidió dos personas, jóvenes en su mayoría. Cien dólares, por si vienen a joder los azules, ¡Qué va! Ni creas, son jodidos, maricas cacaneros, se les rompe la mano con trescientos a más, ni sabes las batidas que hacen. Pero si hasta el mismo gobernador entró una vez, congelados nos quedamos ¿Qué sí? Servicio gratuito, y quisimos grabarle, pero nos jodió con sus imanes, él sí sabe que hacer, tremendos imanes que se trajo. Eran casi como un blinblin, malogró laptop, grabadora, cámaras, todo. Piña pues. Y desde ese momento los azules no nos joden tanto, y sus tarifas de sobornos están bajos, aunque trescientos parezcan mucho. Por cierto ¿Tienes algo nuevo? Sí, compatriota nuestro es, de Cajamarca. Parece emo ¿Por? Se ha intentado suicidar, nadie le quiere, siempre está deprimido ¿Y si me lo llevo? ¿Qué, qué? Mierda, nos costó tener uno, si hasta los clientes se quejan porque no para de quejarse, no, no es por el orto, sino porque sólo musita que quiere morir, y ya le hemos amenazado, ya le cayó palo, y se adaptó a ello. No le tiene miedo a morir o parecido, más bien lo busca. Carajo, que habrá visto. Nada que yo sepa, si quieres llevártelo, habla con Croc, que usó sus contactos, unos marines graduados hace seis años. Quiero verle. No sólo parece emo, porque a primera vista parece hembra. Sólo hay que bajarle el pantalón y… Ya, pero ¿La hace o no la hace? Sí, según Croc. Sólo es paciencia, culo de oro ¿Y? Tiene algo que no se qué, pero habrá que tratar con él. Oye, chibolo ¿Cómo te llamas? ¿No has oído? ¡Habla! No importa, es una cosa, no vale, toma, el sabor de la carne es único. Mierda, mis pastillas. Un Viagra no me hará daño. Rico culo, nada mal. Pero no jadeas ni te quejas ¿Qué eres como para ser insensible? Chilla, quéjate, haz algo, pero no puede ser que seas frío, insistiré. Me voy. Lolo, de verdad que deberías darle a punta de patadas, ese chibolo es un monstruo. Oh, se levantó el niño. No soy un monstruo. Pues compórtate como tal, mierda. Haz lo que se te dice o te irá peor, y te doy bienvenida al club de los sidosos, porque ahora la pasará, si no mal, peor, por cierto ¿Por qué tantas pastillas? Esta, para levantar mi moral. Levantar moral ¿Eh? Sólo mírale y haz que tu moral suba. Indio de mierda, quiero que llores como debe ser, quéjate o te reviento a patadas, llora, llora, asesino, mataste a papá. Asesino. Cállate, carajo. Mira, no sangra y ya le aplastaste el tabique. Vaya, pago por el niño y ya estropean su rostro ¿Qué les pasa? Croc, el nuevo es demasiado pasivo, no grita, no se queja, nada. Se lo quiere llevar ¿Qué? Sí, si tanto dolor de cabeza te causa. Ocho mil ahora, tres mil mensuales hasta fin de año y ya es tuyo completamente. Ya, me sobra la plata. Por cierto ¿Puede entendernos? No, nunca le he visto murmurar o insultar en inglés. Chibolo, tú le perteneces totalmente. No, jamás me llevarán ante él, el asesino jamás ¡Asesino! ¿Por dónde él asesino es? Mi papá… Chitón y ven conmigo. Por cierto, no te olvides de su pantalla lisérgica, una vez al día, antes de dormir.

Agonía ajena, más allá de los pasos de mi mentor, de los jadeos que emiten algunos coetáneos, efluvios que rebanan la misericordia y la simple palabreja: inocencia. Acaso ser niño vale menos que un pedo, ocho leros o la frase ilógica de cualquier petiso. Una áspera mano llevaba su brazo férreamente, a pesar de mis pataleos y tres cargas en mi haber. Es un cambalache entre monedas y objeto, la dulzura de ser más que un grano de arena no es confortable, sino amargura a ultranza. Si mi papá supiese me he encamado con su enemigo me desterraría ¡Un paria! Como si lo necesitase más que una madre –la mía, en este caso– asesinada tiempo después. Luego vagabundeando como malabarista, como funámbulo y una joya del circo La Serna. Con su miren a la última maravilla de ”oriente”, Bernard Simon, y subía cuerdas, mis piruetas eran las máximas, y apunto de caerme, un gancho me sostenía, hacía un salto mortal y regresaba a duras penas. Ahora todo se fue al carajo por los azules que nos pidieron no se qué carnet.

Al tacho.

Luego buscaron un padre, o mi madre. Y dale que no tengo ¿Ah no tienes? Y me llevan al Inabif, que vaya con la tía, y la tía no sólo me ve como estorbo, sino que debo mantenerle. Ah, como si realmente estuviese en mis cabales serviciales. Regresé a la casa de Judith, esposa del cirquero, y lo más crudo que he visto me regresa a las frases de mi madre cuando decía que papá estaba muerto. Pero él me hizo ver como mataban una persona, lo trajo en un cassette y lo vimos: Esto es morirse. Ahogados, descuartizados, envenenados, muerte natural, explosiones, arrollados, atropellados (los fragmentos del cuerpo se asemejaban al lomo saltado que tanto amé hasta ver esa cosa), electrocutados y quemados. Y mi papá ¿Cómo habrá muerto? Si habré de recordar a balazos, sería una muy lenta, o rápida. Asesinados, una cruz que rebanó los senos, múltiples cortes en toda la piel. El hombre sin órganos y hecho huesos más músculos. Hallé una pelota de carne, muy dura que debe ser el cráneo de Mía por el lazo que le regalé tiempo atrás, y Damasco, con la mano dentro del estómago y sus pies encerrados en el pecho. Sabía que ellos tenían problemas y rivalidades con otro grupo, pero no me imaginé (o será casualidad) que el odio motivase, sin mover los músculos, a la muerte. Al soldado que disparó contra su compañero le dieron de baja, el soldado muerto, mi padre, y su compañero, aquel hombre que me lleva entre sus dedos.

– Ya, la ropa.

Al tomar otra pastilla, Thompson había perdido control de su mente. Pero aún tenía suficiente lucidez como para hacer lo que anhelaba. Sin obedecer, Thompson se desnudó, pero aún se sentía vacuo. Tragó tres pastillas mientras disolvía ocho más en un vaso, batió el contenido hasta hacerlo polvo y lo metió en una jeringa parcialmente.

– O me obedeces, o te cae.

¿Y la estaba buscando? Desde antaño, aunque jamás pudiese reencarnarse en otro cuerpo. Iba a agarrar la jeringa hasta que se agitó la existencia de Thompson Cajahuanca, bombeó más sangre y siguió hasta el hartazgo. Él ya había muerto. Pero Bernard sacó el contenido de la jeringa y lo colocó en un vaso, bebiéndolo rápidamente para que también su alma evacuase su maldita existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario