lunes, 11 de enero de 2010

Cuento: Microbio.

Microbio.

We see that hate destroys the soul
Of anyone who tries to teach it.

Homeworld. Yes.

Con la séptima bala supo que ya había acabado con su vida. La moto le esperaba, el conductor también. Huyó y jugueteó con un relicario rojo cobrizo, suyo desde su confiscación. Regresó a casa de R.E.M., cuyo ojo de vidrio jamás mostraba menos vida que el otro.

– R.E.M. dice si acabaste.
– Ya está.

Le entregó un paquete de billetes. Sin vida, sonrió y los metió dentro de sus bolsillos. R.E.M. sacó otra fotografía, su compinche se la dio al sicario, quien silbó.

– Conozco al tío.
– Mejor para ti.
– Son mil más.
– Tráeme su cabeza, entonces.

Llegó a su casa, besó a su madre y se durmió. Al despertarse, metió una chaveta dentro de sus pantalones y salió de ella mientras jugueteaba con una peonza de madera. Se juntó con los niños y les vio jugar, alzaba la mirada para ver si Tartufo salía, porque sabía que si salía, nunca habría hora de llegada. Luego de media hora, Tartufo salió con una niña, quien abandonó el hogar fugazmente. Enfurecido, mordió su mano hasta sentir baba roja. Súbitamente, una peonza impactó contra su nariz.

– Disculpa.

Ignoró la frase, de hecho perdió la concentración y casi le rebana en secciones, pero juró que lo haría ni bien acabase con su trabajo. La moto que usó tenía unas marcas únicas, algo que sabía el sicario con precisión. A los tres minutos, fue al noveno piso de la quinta y con sus binoculares siguió la ruta de Tartufo. Sólo quería cerciorarse si su víctima sufría o no premoniciones. Siguió el trayecto del adulto y llegó a las 1, esperó hasta las 9, momento donde dos varones y una mujer, los tres menores de trece años, salieron del local. Ya había pinchado sus neumáticos, sólo había que ver la sensación de miedo cuando las cosas jamás salían como quería. Y es que él se sentía desprotegido contra aquel que se metiese con él porque era Il Divo, hacerlo constituía un acto contra natura. El sicario le saludó, parló con Tartufo, quien aún estaba en tensión. Socavó las intensiones tras los ojos de la víctima, quien ya le había hecho su vida a cuadritos tantas veces, como a tantos niños. Cuando obtuvo sus repuestos, el sicario extrajo su arma mientras Il Divo cargaba su revólver, disparó e impactó con la hoja. Rebotó la bala y cercenó el cuello de su víctima, quien aún vivía. Trozó sus miembros y al final desgarró sus cuerdas vocales. Cargó el miembro con su mano izquierda y caminó hacia la casa de R.E.M., al llegar lanzó la cabeza como una peonza y rió.

– Nada mal. Los papeles…

Recibió otro paquete más grueso que el anterior. Salió de la casa y fue a la suya. Cenó con su madre, golpearon la puerta súbitamente. Pero para él no significaba más que trabajo, trabajo ajeno, no suyo. Si no se retiraba, tendría que rebanar más cuellos. Cuando salió por la puerta falsa, juró que oía gemidos del amante casual de su madre. Alzó la mirada de su casa, decadencia barroca al estilo narco. Debía ir al hospital para mañana, pero no perdía yéndose ahora.

– Caja.
– ¿Paciente?
– Nicomedes de la Mata.
– Siempre paga al día, lástima que su padre siempre esté ocupado.
– Lástima…

La mar de personas cubría el gigantesco pasillo, todos esperando el bus de la Morgue o hallando una esperanza de agonía llamada parodia de vida. Entró al ascensor y subió varios pisos. Al detenerse, miró escenas de humanos caminando sin saber que hacían allí. Los médicos parlamentaban alegres con enfermeras, quienes rechazaban sutilmente el noviazgo. Vio las bancas de pacientes con mirada de huaco retrato y rió para sus adentros, entró al 391 y vio varias máquinas con tubos de ciudad congestionada, embotellamiento eterno y sin vista a la luz.

– Viniste.

La irregular máquina transportaba sangre. Sintió asco al ver el catéter en su cuello, ni se fijó si había más catéteres, porque acabaría siendo víctima de algo, y él deseaba ser víctima de la nada, no de un sentimiento. Nicomedes agarró la mano de su hermano y la estrechó con debilidad. El sicario besó su mano y suspiró levemente, resolló y rascó su cabeza.

– ¿Te tratan bien?
– Sí, pero me aburro.
– Tal vez te traiga un Nientiendo DS.
– No se dice así, es un Noentiendo DS.
– Como carajo se diga, pero te lo traigo.
– ¿Y si no me dejan tenerlo?
– Dime que doctorcito fue para que le plomee ¿Vale?
– Ja, dices cosas graciosas.

Salió del cuarto, aún con el relicario do se alojaba una fotografía de su hermano. Al regresar a casa, las hojas revueltas y tiradas le dieron asco. Oyó el grito de su madre y caminó silenciosamente hacia el inicio. Dos jóvenes le desnudaban mientras un tercero le apuntaba con su revólver. Lanzó su chaveta mientras disparó hacia los dos jóvenes que intervenían, escapó de casa y luego regresó sin sus armas, tranquilo y apacible.

– ¿Qué pasó?
– Hijos de puta, esos sicarios no nos dejan en paz. Ten cuidado con ellos.
– ¿Quién los remató?
– Ni sé, que me importa. Pero me salvó de una buena.
– Yo los saco.

Lanzó los cuerpos hacia el muladar, donde los perros ansiaban el almuerzo del mes, y tal vez del siguiente. Reconoció a todos: eran sus compañeros y sentía odio hacia quienes les hubiese mandado. R.E.M. sólo podía haber hecho eso, pero (y sólo creía en eso) si él hubiese muerto, otro había tomado control. Si no era Filo, tal vez Pólvora o Tricky. Todos eran sus enemigos, menos R.E.M. porque tuvo millones de oportunidades para liquidarle, y tan buen trabajo estaba haciendo que sintió indignación creer que por eficaz le hiciese una perrada de ese tipo.

– Ve a jugar.

Desenterró sus armas, las ocultó y siguió caminando. No sentía que su madre estuviese segura, debía espiarle a toda costa o vendrían más sicarios, y si él no defendía a su madre, jamás lo haría otro… Excepto Enoch. Sacó seis billetes y fue hacia su casa.

– Me ficharon.
– Ah, es que R.E.M. ha muerto.
– ¿Qué pasó?
– Por viejo, nada más.
– ¿Y quien fue el cabrón que me mandó a dar vuelta?
– El Tricky, el Filo y el Pólvora, ahora son curacas nuestros.
– A la mierda los tres, me cago en ellos.
– Mira, zafa de aquí o también me darán vuelta, chiquillo.
– Toma –sacó no sólo los seis billetes, sino todos –métete y encámate con mi madre, si quieres. Pero no permitas que se quede, sácale de aquí.

Sonrió Enoch. Metió los billetes dentro y silbó.

– ¿Quieres jugar con ellos?
– Tricky es camote, no cuenta. Filo si es peligroso, armado. Y Pólvora vale caca, pero cuando se raya, no cree en nadie. Si me los tumbo, porque sé que puedo, te doy mi casa, total, la de R.E.M. sería genial.

Alzó su arma y disparó a quemarropa desde la puerta. La ventana fue destrozada, pero se oyeron gritos por todos lados. Los ciudadanos corrieron en búsqueda de sus familiares, los metieron a sus casas y se quedaron congelados por lo que vendría, porque meterse con Los Curacas era más que un genocidio en uno mismo, que valdría a miles de suicidios. Enoch suspiró y sacó su lanzador de granadas.

– Nunca salgas de casa sin uno –le comentó.

Al día siguiente, acabó con el último hombre en contra suyo. Enoch le cuidaba y miraba atento cualquier acto de sedición. Sus palabras hicieron de la fidelidad por parte de los otros sicarios ley. Sonó el teléfono móvil y contestó.

– ¡Muchachito insolente! ¿Por qué no has ido a casa?
– Porque…
– Porque nada, tienes 10 años y sales como si nada. Vienen los narcos y tú te atreves a chivatear, carajo. Regresa a casa inmediatamente.
– Ya, mami.

Ojalá hubiese oído el reproche de su madre, quien le daría a palazos, como lo hacía su padrastro (quien murió a culetazos) cada vez que salía a mirar la calle. Los dulces senos de su madre le recibirían mientras repartía nalgadas con los palos. Porque cuando Microbio alzó la mirada tras la ventana, era inevitable ver el cráter que tenía por vecindario. Y la otrora construcción rococó narco era un estorbo para el nuevo edificio, copia del cuerpo de su madre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario