lunes, 11 de enero de 2010

Cuento: ¡Cazador!

¡Cazador!

Con su escopeta, Orrot siguió viendo al anciano. Se arrodilló por el dolor y no creía que un simple anciano acabaría con el pedazo de vida que ostentó. Ni siquiera en sueños.

Salió a cazar como le era costumbre. Un hacha en el hombro, balas y su fiel arma. Para obtener madera, andaba descuidado y cantaba a la tierra, al tiempo, a la vegetación. Pero caminaba cuidadosamente si cazaba, sus ojos se movían hasta obtener la radiografía del lugar, un venado era mensual y ya era hora, ya era hora. Su experiencia en la vida de bosque, indispensable a todas luces. Aprendió a leer huellas y heces, el significado del musgo y como predecir el clima con nimbos. Se divertía viendo estrellas y haciendo ladrillos para sus chimeneas porque los últimos veinte años el frío aparecía en verano, y el invierno era más que polar, casi plutónico.

– El río se desbordó –comentó fríamente. Metió la madera hacia su cabaña y volvió a salir. Suspiró por novena vez y creyó oír la voz de Sándor – ¿Estás aquí? –las ardillas escaparon. Orrot maldijo su pérdida de vigor y siguió caminando.

Su escopeta era la única arma que tenía –porque el hacha no la consideraba como tal– y la que fabricó, graduación de balas, aumento o disminución de la velocidad. Si cazaba perdices, graduaba los orificios a 1, cuando el límite es 40. Sólo una división para los números 5 y 20: 5A, 5B, 20A, 20B y 20C. Tenían explosivos que dañaba al animal. Como las aves más grandes o venados. Si el animal era grande, sólo quedaba usar el número 30. Desde el 31 hasta el 40 lo vetó moralmente por su capacidad de destrucción.

– ¿Estás aquí, Sándor? –oyó el andar de pies desnudos, movimiento, ramas y hojas caídas. Sabía como andaban los monos, y eso jamás sería uno. Con rapidez se subió y olisqueó los efluvios de quien lo haya pisado. Esbozó una sonrisa y siguió el rastro.
– Sí, estoy aquí –decía Sándor mientras bailaba tontamente. La lluvia mojó su pecho y se deslizó. Orrot caminaba con su hacha, Sándor le miraba y oyó el trac de la madera, el hacha y trac-trac. El tronco cayó donde quiso, gracias a su complejo modelo de máquina de cuerdas, sólo jaló el cordón rojo y el tronco andaba junto con Sándor, quien reía sin parar. Al llegar al frontis de su casa, Sándor se quitó la camisa y la exprimió. Volvió a colocársela y le ayudó a resguardarla de la lluvia.
– ¿Quieres café? –ni siquiera necesitaba preguntar, pero sólo era cortesía. El agua hervía con placer, alejó la tetera de la chimenea junto con el trípode y vertió su contenido en dos tazas. Molió el café que tostó ante el sol y lo introdujo en la taza. Añadió azúcar, nuevo descubrimiento de Sándor desde que apareció. Luego añadió leche hasta llenar la taza y bebieron.
– Dulcísima –comentó Sándor, sacó dos tabletas de chocolate y le entregó una.
– Las cosas que los humanos hacen –comentó, abrió dificultosamente el paquete y mordió el chocolate –nada mal.
– Los humanos hacen cosas… Pelean, ríen –acabó su café y sonrió –otros tienen la vida… Fácil.
– Esto no es fácil, Sándor –musitó Orrot, el niño asintió y cerró sus ojos. Le llevó hacia el mueble más cercano a la chimenea y le puso una manta. Fue hacia el cuarto y se metió dentro de su cama, ya sin calefacción.

Pero no estaba, y lo sabía tan bien.

– ¿A dónde vamos? –preguntó Sándor, agarró el hacha y cortó la corteza del tronco hasta lograr tener un tallado de rostro.
– No sé, pero cazaremos –respondió Orrot. Sándor mostró el corte, sonrió el hombre y acarició los cabellos abultados del niño, lleno de alimañas.

Olisqueó las huellas y las acarició. Caminó durante media hora ochocientos metros. Sándor le parodió, borrando los vestigios. Alzó la mano y detuvo el movimiento del niño, quien también alzó la mano. Apuntó su calibrada arma y disparó hacia el cuello de un animal. Sándor corrió hacia el animal moribundo y lo abrazó hasta romper el cuello.

– Uf, pesa –comentó Sándor, Orrot alzó al ciervo de sus cornamentas y cargó su cuerpo sobre sus hombros –eres muy fuerte.
– No –jadeó Orrot mientras caminaba –sólo es práctica.

Al regresar, desolló al animal y lo seccionó. El niño jugaba con las largas cornamentas, ramas encogidas de árbol. Comieron y durmieron luego de dos horas y media… Dos horas y media de espera, porque aún Orrot creía oír a Sándor, hasta los efluvios eran creados por la mente del anciano. La voz de Sándor, sus pisadas y su aroma le obligó a salir.

– ¿Por qué escapaste de tu casa? –preguntó Orrot luego de cortar otro árbol, Sándor le miró fijamente y parpadeó, cubriendo sus ojos rojos, los que evocaban a la roja luna y los brillos marcianos.
– Jugaron los soldados con mi familia –contestó Sándor fríamente, luego sonrió y gritó –bum, bum y bum, que saquen al espía, tratratratra, ¡Ah, no quieren! Más tratratá, y que no queden sin su bum y más bum, bum. Eh, Lila, Sándor ¿Dónde están? Y más tratratratra. Fuuuuuuuuuuuuuuuu, nada, herida, sangre, pero más sangre que nada, secciones desmembradas, como el hacha a tu víctima. No quedó nada, excepto Lila y yo.
– ¿Y qué pasó con Lila?
– Escapamos de casa, pero pisó en tierra maldita y explotó –declaró Sándor –no creí hasta donde puede reducirse el cuerpo, ni siquiera quedaron los zapatos, pero tengo sus aretes colgados ¿Los ve? Y el collar de mi padre, está bien lindo ¿No? Y el anillo de mamá, que brilla en la noche con un rojo intenso como mis ojos. Ellos viven, lo sé. Lila podrá explotar miles de veces, pero vive.
– ¿De donde viniste?
– No recuerdo el nombre, pero mejor hay que llamarlo Tra, porque es lo más frecuente, y su capital Bum, porque es lo segundo más importante que se oye. No sé el sonido de la tierra maldita, porque me hace sangrar, lo sé porque estuve cerca de Lila y la tierra me expulsó, mis piernas ardían. Pero mis oídos perdieron fuerza, ya casi no escucho.
– Por aquí hay un río, cuyas aguas son deliciosas ¿Te gustaría ir?
– Ya, y ¿Qué animales están allí?
– Te imaginarás que muchos, pero no.

Tras respirar el polvo, colinas desoladas de vegetación y una caída que les llevó hacia el llano, kilómetros de lejanía hacia un mundo surreal, la voz de un coro adormeció el cerebro y la sensación de sueño murió en Sándor y Orrot. Cuando el viento sopló, hojas doradas golpearon los brazos del niño, quien se cubría por el ventarrón. El sol estaba más cerca de lo normal, una esfera en el pináculo de un altar: la vida. Entraron hacia una arboleda, siguieron un sendero invisible y luego de media hora, Sándor oyó la caída del agua.

– ¿Oyes? Ellos están cantando.
– ¿Quienes?
– Todos…

Ignorando el significado, el niño captó el sonido y las imágenes que vio en ese momento cambiaron por lazos amarillos, verdes, negros y rojos. Se movió hacia la fuente del sonido, pero sólo vio imitaciones en miniatura de cometas etéreos que giraban alrededor de una vara negra con letras rojas:

Nous sommes du soleil,
We love when we play,
We love when we play.

– ¿Dónde está el río?
– ¿No lo ves?

Al señalarlo, la tierra se movió hasta formar una gruta. En la oscuridad de la construcción, nació un hilillo de agua, y pronto toneladas de agua fueron expulsadas de allí. Pero al tocar el suelo, las aguas se elevaron e inundaron los cuerpos de ambos. Súbitamente, un ciclón nació desde lo más profundo de la tierra y les atrapó.

– Menudo viaje –comentó Sándor mientras exprimía su ropa. Regresaron hacia la casa y ambos sentían frío, pero también estaban relajados –nunca creí que fuese tan…
– Extraño, sí que lo es. Pero de eso se trata.

A la semana siguiente, los dos perseguían un jabalí. El animal bruscamente cambió su rumbo y la bala se alojó en su lomo. Aceleró y avanzó a pesar de sus heridas. Orrot graduó su escopeta y cambió las balas. Después de sentir una sacudida, apretó el gatillo (otra gran sacudida sintió) e inmediatamente sus oídos sangraron por los decibeles. Al abrir los ojos, la pólvora hizo una cortina espesa que le impidió ver del todo, pero oyó el último quejido del animal.

– ¡Orrot!–musitó Sándor –¿Quién apagó las luces?
– Nadie… Yo jamás puedo apagar luces.
– ¡Hace frío! Demasiado, y duele.

El cazador repelió los vestigios de la pólvora y vio el cuerpo unido al tronco de un manzano. Resolló y acarició la mano de Sándor, la que se separó de la muñeca.

– No, Orrot.
– Sándor…

La escopeta estaba fundida y apenas había sentido que su mano ya le era inútil por la quemadura… Desde hace años. Porque cuando Orrot oyó la voz de Sándor (la que viajaba a través del viento) y le siguió, llegó al punto muerto, donde el jabalí acabó seccionado en trozos. El reflejo del agua le disparó y se había materializado cerca del árbol. La marca de Sándor era indeleble, y Orrot supo que su reflejo o, en su defecto, el pasado, le había matado indudablemente.

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