sábado, 10 de octubre de 2009

Cuento II: Crónica de medianoche.

Hijo, no podría creerte más cerca de lo que alguna vez pude estar contigo. En realidad, escasas han sido los momentos al que yo te he acompañado. Me lo puedes reprochar, y realmente no me incomodará.

Porque si algún fotograma conservo de ti fue cuando mi campaña llegó cerca de casa y te tuve sobre mis hombros, y tú sin sospechar quien era el caduco que acariciaba ese paraíso que tienes por cara.

Apostaría mi alma que me odiaste porque abandoné a tu madre cuando mi mente fue raptada por la refulgente idea de ser presidente golpista. Tienes el derecho a embarrar mi nombre, abjurarme por todo lo alto, porque sé que no merezco ni el ápice de tu compasión.

Pero por las cartas que tu madre garrapateaba y era enviado por un emisario (siempre dispuesto a caer en martirio para ser reconocido porque él alegaba que nunca le tomé tanta importancia si no era la entrega de cartas) apenas sabía de ti.

Volviendo a lo de mi emisario, vaya que tuvo razón: Quemó la carta cuando supo que su captura era inevitable. Lo poco que sabemos de él fue que su dedo estaba a tres metros de mi último puesto, la pierna entre las zarzas y eso que parecía su pecho clavado entre las ramas. Cruel, pero igual llegó el mensaje con otro emisario, y casi logro ir para tu cumpleaños número seis.

Ella decía que una sorpresa iba a venir, y tú, tan animado estabas que saliste en el toque de queda y casi te barren a plomazos. Al miserable que se atrevió a disparar le embosqué y a culetazos el cráneo fue uno con el asfalto.

Mi segundo hombre logró conversaciones menos escuetas y menos frecuentes. Incluso mamá Sandra tomó una fotografía tuya y me la envió. Ahora mismo la tengo en mi bolsillo y el rostro se desploma de la rabia.

Supe que a los quince años los azules te llevaron por indocumentado cuando creían tenernos cerca. Mala hora. A la vieja le grité que si no podía ser más ineficiente, mejor que me delatase. Creí que nunca os vería, pero como te recuerdo: los ojos azules y la piel albina, como la de tu madre...

Esos ojos azules son los mismos que veo a la luz de la luna, abatido por las ráfagas de tu metralla en disparos a quemarropa. Pero si estoy lacerado por tus dedos, yo siento mi existencia horadada por mi granada, la que evaporó tu vida, a mi grito de ¡Ataquen!

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