sábado, 10 de octubre de 2009

La mirada.

Así como no hay cielo sin tierra, no hay vida desconociendo esa belleza obnubilada en cada cordero vestido de lobo. En esa realimentación (reflejada en las pupilas a más no poder) uno ve el mundo en un cuarto de metro, los tiempos distorsionados y la realidad falseada, belleza ilimitada y demoledora mezcla de sentimientos.

Que la verdad no es la firma exitosa de un rostro, se sabe. Porque dentro de las profundidades que nos involucran más allá de la dicotomía entre ficciones y verdades, uno es mero ignorante y actor advenedizo por más años que un carezca, y que las promesas son nuestra estampa engañamuchachos por cada frase de paz que queremos proyectar ante la mirada clavada hacia nuestras mentiras, un engaño, por más súbito y leve que fuese. ç

Nuestra mirada es apenas una carta de presentación, pero con advertencias en la letra más pequeña posible. No es la mentira, añado, el operario de nuestro rostro, sino la indecisión, nuestras ganas de herir al amado y ensalzar al odiado.

Es tal vez nuestra paradoja como humano el engañarnos a nosotros mismos por cada belleza en las esmeraldas duales, y esforzando las piedras de Sísifo, para dejarlas caer en nuestro imaginario y apasionarnos por más ilusiones y seguir la carga.

Esa mirada que nos hace rendir ante la omnipotencia de la hermosura, nuestro pecado más allá del bien y el mal, esa candidez que corrompe cada célula y nos degrada por ser ingenuos ¿Qué tan hermosa puede ser la verdad? ¿Qué tan gloriosa puede ser la mentira? Para parafrasear, las miradas dan vida, y también las confiscan despiadadamente.

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